Cuento
EL IMITADOR (1) Los inicios
Rafa descubrió que iba a ser el mejor imitador del mundo el día que cumplió la mayoría de edad.
Hasta ese momento, el imitador había sido un muchacho más de un barrio tranquilo, un chico de pocas palabras y de salir poco o jugar al fútbol como hacían los demás.
Nunca se le conoció una enamorada.
En el colegio era casi invisible. No destacaba por sus notas o intervenciones, pero tampoco era de los últimos.
Nunca lo invitaban a las fiestas de cumpleaños porque lo creían aburrido o intrascendente, situación que al imitador en lugar de afectarlo lo aliviaba.
Obvio que tenía muy pocos amigos y era un hecho que ni un solo profesor se acordaba de sus apellidos.
Era como si flotara dentro de una nube de vapor en la que solo se distinguía su silueta pero no su rostro.
El mejor imitador del mundo solo tenía dos pasiones en su vida, desconocidas para los demás, excepto para su madre.
La primera era la lectura. Rafa podía estar encerrado en su cuarto leyendo durante muchas horas. Libros de aventuras o historia, comics, revistas de variedades, diarios, manuales de instrucción de artefactos eléctricos, normas legales, en fin, todo lo que cayera en sus manos.
Su otra pasión era la música, pero acá era un poco más selecto. No escuchaba todo. Tenía preferencia por clásicos, en especial los barrocos, pero amaba el jazz, el blues, la salsa dura, bandas de culto como Santana, Pink Floyd, Queen o Bee Gees.
Para su cumpleaños número 18, su madre (el imitador nunca conoció a su padre) invitó solo a los familiares más cercanos (no quería arriesgarse a invitar a los pocos amigos de Rafa por temor a que no vaya ninguno) a un almuerzo en su casa.
La señora levantó una copa de vino para agradecer, al borde de las lágrimas, la presencia de la parentela.
Cuando terminó su brindis, de manera sorpresiva Rafa se puso de pie, levantó una copa y repitió lo que había dicho su madre con idénticas palabras y en el mismo tono de voz.
Parecía poseído, su madre lo miraba estupefacta, sus tíos y tías no podían creer lo que oían y sus primos se quedaron con las cucharitas de arroz con leche suspendidas en el aire.
Esa fue la primera actuación del imitador.
De ahí en adelante y hasta el momento de su muerte, Rafa se dedicó todos los días a imitar voces a la perfección, incluso la de muertos que nunca había visto o escuchado en vida.